lunes, 1 de febrero de 2010

El día que vuelen


No hace falta agregar más apostillas a la lección impartida por nuestra jefE de Estado sobre las propiedades afrodisíacas del cerdo de su marido, perdón, del cerdo.

Lo que a mí me sorprendió fue la identificación que se armó a partir de ahí, entre alimentos cuya ingesta estimularía el deseo sexual (afrodisíacos) y fármacos cuya ingesta posibilita la erección masculina. No sé si será porque “hacer chanchadas” es una de las expresiones que usamos para referirnos a tener sexo. Pero la propia presidentA estima “que es mucho más gratificante comerse un cerdito que tomar Viagra”, como si no hubiera diferencia entre tener ganas y poder.

Dejando aparte el hecho de que los afrodisíacos no existen, la disfunción del deseo es una cosa y la disfunción eréctil es otra. A lo mejor, Cristina se confundió porque es mujer y las mujeres podemos consumar perfectamente una relación sexual sin tener ni ganas ni “potencia”. Es lo que se llama con justicia –y para seguir con las metáforas gourmet- efecto bolsa de papas.

No se apresuren los lectores de la rama masculina a envidiarnos por este dudoso don. Nosotras compartimos con ustedes un mal que probablemente sea el más atormentador que se puede tener sexualmente hablando: nosotras también, a veces, no podemos.

Los hombres están programados para creer que el único motivo por el que no se puede es porque las tropas afectadas no responden a sus mandos naturales. Nada de eso. Hay una instancia previa. Es cuando no se puede porque no hay con quién –un deseo difuso, sin objeto determinado-, o porque nuestro deseo, ése que no sólo se encendió sin ayuda farmacológica sino que mataríamos por sofocar, eligió como objeto a alguien que no quiere con nosotros. Y cuando uno no quiere, dos no pueden.

Explíquenle a alguien que está en esta situación que tener ganas de bailar el tango no sólo es maravilloso sino hasta saludable e indispensable para mantener la psiquis como debe estar. Explíquenselo a otro, porque yo no lo creo.


Cuando no hay con quién

Parecería que el único problema que puede haber con el deseo es que desaparezca, cuando en realidad la mayor parte de los sufimientos que hay en este campo se deben a las veces en que aparece en forma inoportuna, y se instala, y pide y reclama y amenaza para que se le dé lo que uno quisiera darle, pero no puede.

El deseo es algo que tendría que poder ponerse en on o en off según las posibilidades que tuviéramos de satisfacerlo. Porque cuando esas posibilidades no existen, el deseo es un tormento.

Cada tanto se nos anuncia que los científicos están buscando, o incluso que ya encontraron, un Viagra femenino. Vaya a saber qué significa eso. Dan unas explicaciones nebulosas acerca de que por supuesto, en el caso de la mujer no hace falta que haya erección de nada (¿perdón?), sino que… A mí me suena al imperativo capitalista de ser siempre productivo. Hay que estar aportando siempre al producto bruto interno y hay que estar siempre deseante y potente para consumar.

Relájense. Lo uno es una ficción tanto como lo otro. Es más, generalmente no poder lo uno implica no poder tampoco lo otro. En una cantidad abrumadora de casos, no podemos nada. San Martín decía que querer es poder porque él era un degenerado, igual que Kant (“debes, por lo tanto puedes”).


Para matar el deseo

Yo voto fervientemente por que Pfizer desarrolle una pastillita unisex que sirva para eliminar el deseo en esos períodos en que lo único que hace es molestar. “No quiero tener ganas en las próximas 48 horas”, días, semanas, meses. Años. Con la menor cantidad posible de efectos colaterales, aunque inevitablemente en sus primeras versiones los tendrá, como la píldora anticonceptiva. No importa. Yo me ofrezco como cobayo.

Si a ustedes esto les parece descabellado, piensen en todo lo que somos capaces de hacer en esos períodos en los que no podemos ni hacer pis sin pensar en el objeto esquivo de nuestro “amor”. Desde matarnos en el gimnasio hasta emborracharnos, pasando por comer desaforadamente o tomar pepas para conciliar el sueño. Todas cosas que le infligimos a nuestro cuerpo y que son, en la mayor parte de los casos, indeseables.

Piensen en todas las pastillitas que nos cambiaron la vida desde mayo del ’68 para acá:

-La píldora anticonceptiva fue revolucionaria, sin duda, porque permitió deslindar el acto sexual de la procreación. En rigor de verdad ya había recursos para esto, pero estaban supeditados a que el varón se dignara y su eficacia era inferior. Debió haber sido liberadora para ambos sexos, pero lo fue para la mujer y con eso solo ya fue uno de los mejores inventos del siglo XX.

-Algunos equiparan este logro con el del Viagra. En este caso soy más renuente, pero pongamos que me faltan algunos años para disfrutar de sus beneficios secundarios.

-La píldora del día después genera más controversias, aunque yo la apoyo fervientemente.

Como diría Cavallo: pues bien. Yo les aseguro que los beneficios de estas tres pepas sumadas quedarán chiquitos al lado de los beneficios que puede prestarle a la humanidad la píldora para hacer desaparecer el deseo del organismo.

A los dueños de los laboratorios les diría que lo piensen muy seriamente. Ustedes no se imaginan lo que pueden llegar a recaudar con esa patente. Millones de personas que tal vez estén contando los cuartos para comer harían sin dudarlo este gasto en su salud. Habría un mercado negro para conseguir por Internet presentaciones truchas, o verdaderas pero obtenidas ilegalmente, de la pastilla de no tener ganas (laboratorios, vayan previéndolo desde ahora), lo cual es un riesgo pero también es un índice de éxito. Los médicos mediáticos se verían forzados a educar en cuanto a que no se puede mezclar la píldora del desgano esta tarde con el Viagra mañana a la noche, que eso hay que dosificarlo correctamente según pautas profesionales.

El planeta Tierra se llenaría de gente tranquila y contenta porque se libró de la tortura de querer hacer lo que no puede, no porque le falte con qué sino porque le falta con quién.

Y lo más importante, que no pasó con ninguna de las otras tres: la pastilla de las no-ganas contaría con el apoyo y hasta con el auspicio de la Iglesia Católica. Ningún fármaco en la historia de la humanidad contó con semejante espaldarazo, ni siquiera la penicilina. Y yo creo que estaría bien.

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